Cuando se sufre desde fuera
Estar fuera del país y amar el fútbol es, por estas épocas, sinónimo de vivir conectado a una ilusión vía Internet. A continuación, una crónica escrita en primera persona narra cómo un peruano ubicado en cualquier rincón del mundo puede vivir un sábado de fútbol eliminatorio y sufrir con el debut de Perú a través de la red.
Es cierto eso de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. O tal vez hasta que uno simplemente lo tiene lejos. Una frase que tiene tanto de romántico como, en este caso, de futbolístico, a varios miles de kilómetros de mi país. Lo comprobé ayer, luego de presenciar el rugir de más de 110 mil almas en el estadio de fútbol americano más grande del mundo (el Michigan Stadium, conocido como The Big House) y sin sentir la más mínima afiliación al deporte que ahí se practicaba.
Más allá de
la característica algarabía que produce un evento universitario tan concurrido
como un partido entre la
Universidad de Michigan y la de Purdue, es claro que se trata de
un mundo totalmente diferente. Aprendes (a la mala) que pifiar es, en realidad,
una señal de aliento hacia tu equipo. Te das cuenta de que eres más peruano que
nunca cuando, en vez de celebrar el touchdown
de tu universidad, estás conectado por celular con Lima, averiguando cuántos
goles le están metiendo a Bolivia y sacando la diferencia horaria para saber
si, luego de las tortuosas tres horas que dura esta tradicional fiesta
americana, vas a poder llegar a tiempo a ver el Argentina-Chile. Te sabes
peruano cuando, en vez de impresionarte la grama artificial en el campo,
recuerdas con nostalgia el pasto quemado del Campeones del '36 y el regate
torpe pero empeñoso de Sidney Faiffer.
A los dos amigos que acompañé al estadio les dije que hoy comenzaba a rodar mi vida. Al inicio me miraron reacios, convencidos de que esta había comenzado hace ya 22 años. Les digo que no; que cada cuatro años, por más que las penas vinieran quintuplicando a las glorias, nacía en mí una indescriptible y patriótica ilusión de ver por mi primera vez a mi país en un Mundial.
Días antes,
había estado en contacto con varios peruanos que viven fuera, preguntando
ansiosamente dónde y cómo verían el partido. La solución, otra vez, resultó
tener sazón peruana: requería de ciertas mañas criollas que, por amor al fútbol
y a mi país, gustoso pondría en práctica. Luego de descargar un reproductor de
televisión por Internet de dudosa procedencia, me encontré disfrutando de los
amagues endiablados de Lionel Messi en un canal chileno con la narración de un
desconsolado sureño que intentaba explicarle a su país que el balón parado es
el arma letal del fútbol moderno.
Terminado
el encuentro y, en pos de saciar mi sed futbolística, busco el partido de
Ecuador en el reproductor y me doy con la sorpresa de que, por primera vez en
mi vida, vería fútbol de Eliminatorias con narración en chino. Sobre los 70
minutos de partido y con la respectiva Coca-Cola en mano, Rey me hace derramar
la gaseosa con un inesperado golazo que ni yo me creo. Debo haber cambiado de
canal, pienso, más aún cuando el narrador chino no puede más que emitir dos
sonidos indescrifrables, probablemente de emoción. Por alguna extraña razón, me
siento parte de la celebración. Ese gol me emociona al punto que llamo a Lima a
preguntar si lo vieron en casa. Las Eliminatorias son una fiesta total, y
cuando estás lejos, todos los goles los gritas como si fueran peruanos y no te
puede importar menos si al vecino le parece que estás haciendo mucha bulla. Es
sábado, le digo. Creo que más no entendería.
Luego de comprar el partido de Perú por ocho dólares, y pensando que lo pasarían en diferido una hora más tarde (como inicialmente se advirtió), hago las gestiones correspondientes para desconectarme del mundo. Llamo una última vez a Lima a decir que no estaría con mi celular prendido. A quince minutos del pitazo inicial en el Monumental, llamo a otros peruanos esparcidos por territorio norteamericano en la misma situación que yo y me cuentan que una página local sí lo estaría pasando en vivo. En lo último que pienso en ese momento es en los ocho dólares que horas antes había pagado por ver el partido. Corro hacia la laptop, apreto el link y dos voces conocidas me dan la bienvenida al partido que más he esperado en lo que va del año. Valgan verdades, me siento como en casa, Peredo y Beingolea me cuentan quién finalmente arranca en la primera línea de volantes. Vuelvo a prender el celular, a comentar cada jugada con alguien en Lima. Para el fútbol ya no hay distancias, me convenzo. Con una sonrisa de oreja a oreja, vuelve a rodar mi vida.
