Composición fotográfica: Aldo Ramírez / DeChalaca.comLa que aquí se presenta es una licencia personal para narrar cómo un periodista dedicado al fútbol puede volverse hincha fiel de un equipo chico ajeno a su país de origen. Y cómo los 100 años de Lanús le regalan la satisfacción de haber elegido la simpatía correcta.

Nota: El siguiente artículo es la actualización de uno originalmente publicado por DeChalaca en diciembre de 2007. Toma la libertad de ser escrito en primera persona puesto que relata una experiencia inherente a su autor. A él quedan reservadas las responsabilidades de expresar una parcialidad por determinada camiseta, más allá de que esta provenga de un país lejano al Perú.

Difícilmente encuentre hincha granate más auténtica que aquella señora de 78 años que en diciembre de 2007 declaraba en el hoy desaparecido Fútbol de Primera haber nacido y vivido siempre en Lanús, por lo que dudaba de que estos tiempos dorados fueran irreales como un sueño.

A diferencia de ella, yo no nací en Lanús. Es más: hasta que cumplí 30 años de edad, jamás había ido a Lanús. De hecho, pisé por primera vez el estadio de Güidi y Arias hace tres años, invitado por el departamento de prensa del club luego de que la publicación original de estas líneas hubiera, por una de esas casualidades de Google, llegado a sus manos.

Esa tarde me terminé de enamorar de la camiseta granate. No por haber pisado el césped que tantas emociones me había regalado por años vía televisión. Tampoco por los ojos de la chica que me atendió en la tienda oficial del club y rebuscó hasta encontrar un ejemplar del especial de El Gráfico del título de 2007, ese que se vendió solo en Lanús. No: lo que más me conmovió fue ver que debajo de la tribuna, allí donde La 14 salta y canta, había nada menos que un colegio para los niños y jóvenes de las divisiones menores del club. Que tenía hasta habitaciones con cerraduras eléctricas para formarlos en responsabilidad y disciplina en horarios.

Ese día me terminé de convencer de  lo bien que había elegido. Porque ni siquiera mi familia en Argentina entendió jamás por qué me hice hincha de Lanús. Mucho menos los amigos con los que suelo discutir sobre fútbol. Claro, ellos afuera son de Boca y del Barza, o de River y el Madrid. Jamás dejó de parecerles posero que yo para España confesara mis simpatías por el ‘Depor’ o, mucho menos, que en Argentina hinchara por el ‘Grana’. Y no es solo que me aburra la monotonía de los equipos grandes: me hice del Deportivo, por ejemplo, cuando Bebeto llegó a La Coruña y de ser un cuadro ignoto lo elevó a la dimensión de protagonista. Y claro, supe sufrir con aquel penal fallado por Djukic ante el Valencia en el último minuto que impidió dar la primera vuelta olímpica en Riazor en 1993-1994.

 

 

Lo de Lanús, sin embargo, es distinto. Ciertamente sentí el flechazo inicial una noche de marzo de 1996, cuando el ‘Grana’, que de Defensor Lima solo tenía la traza, pisó Matute para jugar un amistoso contra Alianza. A los íntimos los dirigía el brasileño Gil, y esa noche debutaba el jale más promocionado para la temporada: Hamilton de Souza ‘Careca’. Pero el volante no ató ni desató, y más bien Lanús se puso en ventaja con un cabezazo de Alejandro Simionato en el primer tiempo. La masacre llegaría en el complemento: en tan solo cinco minutos, Claudio Enría, el ‘Caio’ para mayores señas, perforó tres veces el arco de Rafael Quesada y selló un 0-4 aplastante (ver video 1). Extraje dos conclusiones: i) ‘Pañalón’ no podía pararse más en la meta de Alianza; ii) El día que un delanterazo como Enría estuviera a punto de colgar los botines, vendría al Perú para ser goleador de la temporada, como por aquel ’96 lo demostraba Adrián Czornomaz y luego lo ratificarían el ‘Cocayo’ Dertycia y ‘Luifa’ Artime.

Más allá de eso, ese equipo de Cúper jugaba ordenado, prolijo, bonito; obedecía a un libreto que denotaba trabajo de pizarra, mucha estrategia. Por ello, me terminé de hacer de Lanús cuando al empezar a seguirlo en el Clausura ’96, me di cuenta de que era un equipo en el que el trabajo de largo plazo era una filosofía y no un lugar común retórico. Poco importaba que no saliera campeón en ese torneo, o en el siguiente: lo relevante era promocionar jugadores de las divisiones menores y construir una identidad de institución sólida. ¿Y por qué Lanús y no el exitoso Vélez que por esa época dirigía Carlos Bianchi, entonces? A lo mejor allí sí jugaba el plano menos racional del caso: porque su arquero no era un paraguayo con ínfulas fanfarronescas, sino un atajador sencillo y trabajador como el ‘Lechuga’ Roa que se empezaba a descubrir como el mejor arquero argentino de los años noventa.

De esas épocas data la memoria: Roa; Loza, Simionato, Schurrer y Armando González; Cravero, Peinado, Ibagaza y Hugo Morales; Enría y el ‘Chupa’ López. Poco a poco se hizo de un lugar en el equipo ‘Juanjo’ Serrizuela, y en los segundos tiempos entraban Coyette y el ‘Tero’ Di Carlo. Recuerdo que jugaba Fútbol Excitante (peruanísimo rebautizo del International Super Star Soccer) en Super Nintendo con mi hermano y sobreescribía el uniforme y los nombres de Rumania por los de Lanús: Petrescu se volvía Loza, Simionato era Belodedici, Ibagaza reemplazaba a Dumitrescu, Raducioiu -por la melena, ya que el juego no permitía editar caras- tenía que ser Enría y, por supuesto, Hagi terminaba siendo ‘Huguito’.

A finales de aquel mismo 1996 llegó la primera recompensa a ese hinchaje: el título de la Copa Conmebol, en una memorable final ante Independiente Santa Fe. Ya no estaban Simionato ni Schurrer; habían sido reemplazados por Siviero y Falaschi, el mismo que dos años después campeonaría con la ‘U’ de Osvaldo Piazza. Quizá era un título menor en el nivel continental, pero vamos, era un título meritorio para un equipo que, como afirmaba El Gráfico en el artículo que narraba la vuelta olímpica en Bogotá, quería sacar chapa de grande.

 

 

Fue desde esa época, pues, que me acostumbré a seguir con atención los cinco minutos de compacto que cada fin de semana sacaba Fútbol de Primera sobre Lanús. Y mucho más allá de que ese equipo haya visto jugar en buen nivel a Jorge Soto, nacer futbolísticamente a Juan Carlos Mariño o ahora calentar banca honrosamente al ‘Malingas’ Jiménez -francamente, jamás me ha atraído seguir el desempeño de jugadores peruanos en el extranjero, porque prefiero alentar equipos y no individualidades-. A mí siempre me llamó más disfrutar con los goles de Gustavo Bartelt, que llegó a irse a la Roma; de la buena racha de Martín Vilallonga, antes de que viniera a Universitario; o de Cristian Fabbiani, emblema de las últimas temporadas que se marchó a Israel justo antes de la gloriosa campaña de este Apertura 2007. Pero si me piden evocar un momento emotivo gracias a Lanús hasta antes del último domingo, me quedo sin duda con aquella noche del Clausura ’98 en la que ‘Huguito’ Morales reapareció tras siete meses de para, tras superar una grave enfermedad, y clavó un gol en el minuto final en el arco de San Lorenzo (ver video 2). En ese festejo emocionado de toda la ‘Fortaleza’ entendí algo que había leído en muchos artículos: Lanús era una gran familia, de esas con calor de barrio. De aquellas a las que da gusto pertenecer, aunque sea por adopción.

Por eso, aquel 2 de diciembre de 2007, con el gran partido jugado en ‘La Bombonera’ por este equipo guiado por un hombre de la casa como Ramón Cabrero, una vez más sentí que el día que elegí alentar a un equipo en Argentina, tomé la decisión acertada. Porque como señaló una de esas frases hechas que enarbola Fox Sports en sus transmisiones, lo de Lanús fue el triunfo de un proyecto: la materialización del trabajo ordenado de un equipo que hace 29 años estaba sumido en Primera C y al borde de la quiebra. Porque cuando veías que campeonaba un equipo con sello de cantera y reforzado por las piezas precisas como ‘Chiquito’ Bossio en el arco o el ‘Pepe’ Sand en el ataque, confirmas que no había éxito más sabroso que aquel que se había labrado sobre la base del método. Especialmente cuando uno es de esos hinchas a los que -como solía decir John Hannibal Smith en Los Magníficos- les gusta cuando un plan se realiza, sobre todo si permitía que de Lanús Este hubiera salido el nuevo campeón.

Sé que para muchos un relato de Víctor Hugo Morales significa referirse al barrilete cósmico -aquel Maradona que, como él mismo dice en el audio del video adjunto, nació en Lanús-. Pero para mí, desde ese día, es sinónimo de 9 minutos de magia radial durante los que el genio de Radio Continental repasó en fantástico e inacabable monólogo el sentir de una colectividad. Si alguien tiene duda de por qué Lanús se autodenomina el Club de Barrio Más Grande del Mundo, solo escuche y conceda (ver video 3).

 

 

Por eso mismo, el día que pude celebrar un nuevo título de Lanús, en la Sudamericana 2013, no tuve pudor en tomarme una licencia en la televisión para mostrar la bufanda del equipo que me conquistó. Y creo que habría sido insincero no hacerlo: mi decisión ya no era solo emocional, sino una muy racional. La de optar por un club no porque alguien te vuelve hincha de él o, como titulé hace siete años, solo por adopción. Sino por la convicción de saber que es el que mejor refleja tus valores futbolísticos y la manera de entender este juego, esta parte de la vida que hoy celebra sus primeros cien años.

Composición fotográfica: Aldo Ramírez / DeChalaca.com

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