Roberto Castro | @rcastrolizarbe
    Director General

El fútbol no es causante de la violencia. Por la misma razón que los autos, per se, no causan los atropellos; o por la cual los alimentos no causan las intoxicaciones.

Sin embargo, si un automóvil sale de fábrica con algún freno en mal estado que facilite el atropello, el vehículo sí se vuelve cómplice. Y si un alimento se expende en mal estado, es cómplice de la intoxicación el fabricante en tanto no demuestre que el producto llegó en buenas condiciones a la tienda, y también esta última si no demuestra que mantuvo el producto en buenas condiciones y no lo expendió fuera de fecha.

Por esa misma razón, el fútbol se vuelve cómplice de la violencia que despiertan sus partidos. Es -o debería ser- civilmente responsable de cualquier acto producido en un estadio o su zona de influencia. Con claras delimitaciones de dónde empiezan y dónde terminan sus competencias.

El fútbol se ha vuelto cómplice de la violencia. (Foto: AFP) 

Pero todo eso es lo que sucede -o debería suceder- en un mundo ideal.

Latinoamérica es la región con mayor índice de desigualdad del planeta: alberga a ocho de los diez países más desiguales de la Tierra en materia de distribución de ingresos. Y no se requiere un tratado en socioeconomía para explicar cómo la desigualdad está estrechamente correlacionada con la violencia.

Latinoamérica es, también, la región en la que el fútbol desata más pasiones en el mundo. No es difícil explicarlo: de sus canchas han surgido los mejores futbolistas de la historia. Tiene al país con mayor cantidad de futbolistas per cápita (Uruguay, dos veces campeón mundial) y a los dos mejores productores de materia prima en esa industria (Brasil, con cinco títulos mundiales, y Argentina, con dos). Para un continente que fue colonizado por otro, la importancia de una actividad que le permite, aun en la ficción de 90 minutos, igualarse o superar a aquellas banderas que alguna vez lo dominaron, es incalculable.

Brasil y Argentina no quieren quedarse detrás de las selecciones europeas. (Foto: AFP) 

Lo último explica por qué para tantos ojos en la última Copa del Mundo quedó claro que nadie dimensiona un evento de ese tipo tanto como los latinoamericanos. Los mexicanos con sus pegajosas canciones, los peruanos con su desbordante entusiasmo; los argentinos con sus irreverencias, los brasileños y los colombianos con sus bailes, los uruguayos pareciendo más que los que son. Latinos todos para los que el fútbol no es la cosa más importante de las que importan, sino la más importante de esos días. Tanto así que se endeudan, hipotecan lo que tienen y venden lo que no tienen para estar donde sus colores así se lo piden.

Todo eso es reflejo de un continente desigual que necesita de impulsos anímicos como los que el fútbol produce de manera gratuita -quizá porque hasta ahora nadie se le ocurrió cómo tarificar y cobrar la libre decisión de alentar a determinado equipo- para sentir que vive mejor. Es una droga social tan hermosa que no daña la salud física, y que bien canalizada puede afectar la salud mental de manera positiva para promover la construcción de proyectos colectivos, de causas comunes. Eso, en la región de la desigualdad, es un arma muy potente.

Pero la impotencia, más bien, surge cuando se cae en la cuenta de que el fútbol también puede canalizar violencia. Dos personas que quieren matarse en un barrio equis porque una alienta a un equipo y otra al rival se matarán de modo indefectible, salvo que la autoridad del caso esté en el lugar y el momento indicados para evitarlo. O también podrían matarse en el estadio, si el responsable del caso -la industria del fútbol- no toma las medidas para evitarlo. Pero léase bien: evitará que se maten en el estadio, no que lo hagan cuando estén de vuelta en su barrio.

¿Se puede evitar la violencia en el fútbol? Sí. (Foto: Facebook) 

De vuelta al inicio del artículo: el fútbol no causa esa violencia. Pero de vuelta a otro de los párrafos precedentes: el fútbol, como constructor de causas comunes y sobre todo al recrear la existencia de un ente antagónico (el rival), también es un arma muy potente para canalizar violencia en un mundo que ya no vive, como hasta hace no muchos siglos, en guerra permanente que le permita volcar esas tensiones. Y en la desigual Latinoamérica, esa entremezcla es un caldo de cultivo perfecto para caos como el visto el último fin de semana en Buenos Aires.

Pasa que cuando una actividad genera desborde social, requiere que el resto del aparato que la rodea funcione a la altura del caso. Y con todo lo que despierta el fútbol en Latinoamérica, exige la competencia (probidad, celeridad, inteligencia) policial que no existe en Latinoamérica, la pulcritud logística que no existe en Latinoamérica y al fin y al cabo un nivel de gestión pública que no existe en Latinoamérica.

¿Quiere decir lo anterior que otras industrias convocantes tampoco podrían funcionar en la región? No: quiere decir que como el fútbol explosionó económicamente en los últimos cuarenta años al punto de volver a la FIFA la multinacional más poderosa del planeta, no ha adaptado, al menos en esta parte del mundo, su estructura corporativa a los términos de negociación que rigen la relación de las industrias que son exitosas en este continente desigual con los ineficientes Estados que las albergan.

Es difícil competir ante el buen proceso europeo: (Foto: AFP) 

El problema central es que el inevitable costo de ajuste es alto para una región desigual y apasionada por una de las pocas actividades masivas que le quedan. No hay mucho que descubrir en vías para combatir la violencia en el fútbol: Europa no solo se apoyó para eso en la competencia policial, la pulcritud logística y su buen nivel de gestión pública. También lo hizo en la elitización de la asistencia a los estadios, para crear un filtro insalvable que alejara a los violentos de ellos. Y nuevamente: no para evitar que esos violentos sigan causando violencia en sus casas o barrios, porque eso el fútbol no lo puede lograr, sino para que no la causen en los estadios y alteren el funcionamiento sano de la actividad.

Pero hablar de elitización en el fútbol es casi tabú en Latinoamérica, por motivos que huelga explicar. Aun cuando las experiencias estén a la mano y sean visibles: el fútbol peruano mejoró la relación del aficionado con su selección a través de la elevación de precios. Generó un ambiente positivo, atrajo inversión, creó una fiesta; y de a pocos, porque en los estadios no entra un país entero, consiguió que en parques y en plazas, en bares y en restaurantes, haya mucha más gente feliz por el fútbol y el sentimiento común.

¿Qué diferencia hay entre eso y la resucitación de un negocio que hace treinta años estaba muerto en el Perú como el cine? Unas salas con aire acondicionado, respaldares cómodos y dispensadores de comida se pusieron a operar en El Polo en 1995, al quíntuple del costo de las fantasmagóricas salas con baños sucios del resto de Lima. Hoy, poco más de dos décadas después, en casi todos los distritos de la ciudad operan salas similares a un costo más democrático y alcanzable por lo que el mercado puede pagar.

Los estadios solo deberían estar llenos por quienes puedan pagar el derecho. (Foto: Andina) 

¿Que el fútbol solo sería para algunos porque no puede reproducirse infinitamente como una película? El fútbol en buena medida ya es para algunos, porque debido a la violencia que lo rodea en Latinoamérica solo pueden ir al estadio aquellos violentos y los que los violentos toleran que vayan. Los estadios tienen una capacidad y ella la deben llenar los que pueden pagar el derecho de estar en ellos. Y sí hay mucho más fútbol de distintos equipos y categorías que tiene potencial de promoverse con una mejor articulación empresarial para captar ese interés social por asistir a un espectáculo en un estadio.

El fútbol no es inviable en Latinoamérica. Pero sí es inviable que siga siendo gestionado con estándares de otro tiempo: el de arreglos con comisarios de los que depende -según sus intereses políticos- que tengan voluntad de hacer un operativo que proteja la integridad de una industria. Lo que necesita el fútbol es poder generar el dinero suficiente para garantizar su propia seguridad, como cualquier megaconcierto. Y operar, como tantas otras actividades, a pesar de las imperfecciones de los Estados que componen esta tan maravillosa como inequitativa parte del mundo.

Fotos: AFP, Andina


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