Roberto Castro | @rcastrolizarbe
    Director General

Alguna vez, allá por los últimos meses de 2012, circuló en la redacción de DeChalaca un correo electrónico de uno de nuestros integrantes con el siguiente tenor: "Anticipo que si un equipo con el nombre Willy Serrato llega a Primera División, me retiro de toda labor periodística sobre fútbol". Más que una ferrandesca amenaza, era una convicción, solamente comprensible para quienes vivimos los duros años noventa del fútbol peruano.

Es difícil, aunque no imposible, que alguna vez en el tiempo la narración de la historia llegue a explicar por qué en las épocas en que no había Internet ni menos redes sociales, los protagonistas de la noticia -incapaces de defenderse mediante su propia comunicación- estuvieron tan sujetos a la tiranía antojadiza de los medios. Era sencillo para la carroña construir demonios y ensalzar héroes de barro, a través de técnicas viejas de las que hoy quedan rezagos, como la extorsión periodística -léase amenazar con una campaña en contra al dirigente que no estuviera presto a garantizarle algunos favores a cierta prensa vil-. Mucho de lo que usted ha visto o leído sobre personajes del fútbol peruano de aquel tiempo tiene esa raíz.

Por eso, antes que colegir por qué y por quiénes un personaje como Willy Serrato Puse llegó a poner su nombre en el firmamento del fútbol peruano hace ya veinticinco años, lo conveniente en este día es caer en cuenta de que el balón siempre concede revanchas, y por lo general para poner las cosas en su sitio. Ha descendido Serrato Pacasmayo, luego de cinco años en Segunda División, y lo ha hecho con una marca ignominiosa: con 115 goles encajados, ha quedado para siempre en la historia como el club con el peor registro en contra en el profesionalismo peruano, agregando Primera y Segunda, superando los 108 goles en contra que sufrió el Bella Esperanza de 2002.

Unión Huaral 11 - Serrato Pacasmayo 0, última postal del ya descendido club. (Foto: Georgina Carlos) 

Léase bien que el club ya no se llama Willy Serrato. Desde finales de 2016, cambió de dueños porque el mecenas original dejó el barco -como ocurre con tantos otros proyectos futbolísticos personalistas- y se retiró el nombre de pila para rebautizarlo como Serrato Pacasmayo, a fin de identificar al club con una zona geográfica en la que nunca despertó arraigo -de hecho, más acabó jugando en Guadalupe-. La catástrofe a lo largo del tiempo fue escribiéndose por sí sola: un club con jugadores impagos, que aparentemente pasó piola para los organismos de control a través de terribles técnicas como el camuflaje salarial a través de otros compromisos establecidos y que terminó presentándose en algún encuentro con la oncena incompleta. El óleo de las últimas semanas, con juveniles que salían a poner el pecho para salir a la cancha apenas con la incógnita -ojalá- de saber cuántos goles iban a recibir, dibuja el panorama por sí solo.

Lo que ningún rebautizo quitará es la vergüenza estadística asociada con el nombre Serrato, ese apellido que le legó al fútbol peruano un auténtico cáncer: las investigaciones congresales a los sueldos de los entrenadores de la selección peruana, una de esas burradas que los padres de la patria proponen desde entonces cada cuánto. DeChalaca ya ha contado cómo Willy Serrato lo intentó primero con Vladimir Popovic, a quien quiso llegar a retener en Lima cuando volvió al frente de Millonarios en la Copa Libertadores 1995, y luego con Francisco Maturana, quien acabó amenazado por la guerrilla de su país después de que el congresista de marras revelara públicamente su sueldo. La posta se la tomaron otros nefastos personajes, como el aprista Víctor Noriega, quien causó el alejamiento del país de Paulo Autuori al querer someterlo a una burda investigación similar.

Esas ridiculeces siempre tuvieron el mismo modus operandi: un político figureti emprendiendo el rollo fiscalizador y prensa carroñera adláter que le daba exposición. La ecuación funcionaba: unos ganaban el nombre que les permitía apelar a votos y calar en el electorado, y otros conseguían incomodar a los dirigentes que eran objetivo de su perversa manera de ejercer el periodismo.

Poco a poco Willy Serrato, así como obtuvo fama, se fue complicando. (Foto: Semanario Expresión) 

El tiempo ha ido poniendo las cosas en su lugar. Y no solo para Willy Serrato, quien si bien tiene capital político, pues ha salido elegido como alcalde de Olmos en las últimas elecciones municipales, hoy está impedido de asumir ese cargo por estar condenado por el Poder Judicial a cuatro años de prisión suspendida debido a malversación de fondos. También para los clubes que, como Serrato Pacasmayo, surgieron a partir del ánimo personalista puro: el otro descendido en Segunda División este año es Alfredo Salinas, club fundado en honor del fallecido exalcalde de Espinar de ese nombre por su hijo, el también burgomaestre y próximo a cesar funciones Manuel Salinas. La historia es similar: un equipo funcional en su momento al propósito político de llegar a un cargo, tras lo cual se lo desecha y se lo abandona.

Ya se ha explicado en esta columna que el fútbol, como actividad social, puede promover personajes para la política a través de su capacidad de desarrollo de liderazgos. Lo que no debe permitir el fútbol, en cambio, es que se haga política a través de él. En la misma línea, la política puede emplear al fútbol como una plataforma para hacer conocido a alguien -ocurre en todo el mundo-, pero los candados deben estar lo suficientemente bien ajustados para que las inversiones desarrolladas con ese fin no sean golondrinas y se extingan apenas logrado el objetivo político. De lo demás se encarga el balón, que hoy ha hecho su parte inscribiendo a Serrato como lo peor que pasó por la historia del fútbol peruano, en todo sentido.

Composición fotográfica: Aldo Ramírez / DeChalaca.com
Fotos: Georgina Carlos, Semanario Expresión


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