Manquismo

Vayamos a la explicación sociológica estándar: Reimond Manco no es más que una ‘creatura’ de todos nosotros. El muchacho que no ha logrado asimilar el salto de las duras barreras socioeconómicas que este país tiene ni el fatal encumbramiento en portadas que dejaron atrás su absoluto anonimato (aunque su reciente préstamo al Willem II es una bajada de nubes que ojalá le ayude a encontrar cierto equilibrio). De él se ha hablado toda la semana. Que tuvo en Carlos Franco a la nodriza de la que lactó sobreestimados elogios y apapachos. Que convivió con el desorden y la irresponsabilidad que orbita en Alianza Lima, mareándose entre sus "referentes", ya mareados por su propia dipsomanía. Que fue apañado por Tito Chumpitaz, entrenador con un encefalograma igual al de cualquier defensor de los '60 y '70 que, parado en una barrera, haya sufrido en neuronas propias alguno de los feroces cañonazos que lanzaba su padre.
Perfecto, Manco es todo eso. Pero, aún así, no es siquiera el principal síntoma de lo que está pasando el fútbol peruano. La justa medida la dan los programas políticos dominicales, que tuvieron a Manco como protagonista excluyente solo 24 horas después de que la Fiscal de la Nación sufriera un intento de asesinato.
No se trata de cuestionar las prioridades que tienen las agendas de los medios no deportivos: para eso hay otros espacios. El problema, ya desde el lado estrictamente futbolístico, es lo que el fútbol le está ofreciendo como tema de discusión al menú noticioso nacional. Como muestra, un botón: un reportero que, tras desangrar su nota manquista con reproches y moralina, le pregunta a un Manco recién casado, vía intercomunicador, cuántos ‘jotitas’ piensa tener.
De eso hablan los satélites parafutbolísticos. De eso se preocupan. Manco resumió todo el entuerto de Maturín, al ser consultado sobre por qué llevó a su pareja a la concentración, con una frase que invoca a la reflexión: “No es mi enamorada, es mi novia”.
Con esta frase, el propio jugador reconoció que el principal cuestionamiento no giraba en torno a las normas quebrantadas en la concentración, sino al estatus que tenía su pareja, algo que pertenece al ámbito estrictamente privado, y que ni exacerba ni atenua la falta cometida y su posterior influencia en la cancha. Manco mandó a la prensa al desvío y a esta, culposa, no le quedó más que enterrar la cabeza y reconocer que lo que en verdad le importaba era si había o no un anillo de compromiso de por medio.
La pregunta que todo esto deja es la siguiente: ¿de qué hablamos cuando hablamos de fútbol? Cúlpese a la precariedad dirigencial, a los malos resultados, a la magalización del país: lo cierto es que el fútbol está dejando cada vez menos que decir. El periodista deportivo termina obligado a fungir de funcionario de INABIF para buscarle explicaciones sociológicas al tema. El hincha recurre al fútbol solo para desfogar sus tragedias cotidianas y sumarse al cargamontón moralista contra un post-púber que se victimiza con el ramplón argumento de la envidia. Por último, surge la autoinculpación de los periodistas (“todos tenemos la culpa”), como si en verdad fueran a asimilar esta lección cuando aparezca la próxima estrella.
Fotos: psv.nl

Gracias
Un fuerte Abrazo... RHLL.