Composición fotográfica: Aldo Ramírez / DeChalaca.comEl título de River Plate en la Copa Sudamericana reivindica la idea de que en el fútbol, hasta el mayor millonario puede hundirse en el pozo más profundo y resurgir de él. Y de que este es, principalmente, un juego de seres humanos.

Recuerdo de esa tarde de junio de 2012 la caminata de cuatro cuadras hacia ese bar de algún lugar del Gran Buenos Aires y el polémico diálogo entre mis amigos Sergio y Sebastián: que si debíamos ir allí o no porque la última vez que ellos habían ido, River había comenzado perdiendo. En el segundo tiempo, se mudaron de lugar y el equipo que en los últimos doce meses les había significado tantas mofas, o cargadas como dicen por allá, había logrado remontar.

Así toca la banda a su gente y así la sienten sus hinchas. Como cuando al rato Trezeguet, el goleador del que se había esperado tanto y que en esos meses había hecho renegar a todos tanto, hizo gritar a los meseros del bar que estaban tras el mostrador. Es que la radio, en Argentina, por lo general trae el relato de los partidos con varios segundos de anterioridad a las imágenes de la televisión. Treinta segundos después, el grito en el arco de Almirante Brown fue diferido. Ese día volvió River.

Volvió porque un año antes, recuerdo haber llegado a una Buenos Aires cariacontecida, gris en varias caras y corazones atravesados por una banda. Triste, deprimida por la mancha humillante en la historia de uno de sus íconos sociales más importantes. Caminé por la avenida Libertador, cerca del cruce con Figueroa Alcorta, una tarde de sábado apenas seis días después de la tragedia futbolística más importante que vivieron esos barrios. Olía a pena, a desasosiego. A no querer aceptar que al opulento y rico millonario del fútbol argentino, el inventor de la máquina, de los -verdaderos- cuatro fantásticos, el equipo de Angelito, del Beto y del Enzo, le había pasado eso. Precisamente eso que no se ha creado para los millonarios.

 

 

#RiverVuelveASerRiver. El hashtag dice demasiado. Significa no aceptar que uno pueda eventualmente ser aquello que no está llamado a ser y rebelarse contra ello. Es inconformismo, ambición de progreso constante, autoexigencia. La injustificable rabia colectiva que destruyó un estadio y hasta un museo propios el infausto día del descenso era, en cierta medida, un poquito-mal-canalizado de eso.

Confieso, en este punto, que a mí nunca me gustó River. O bueno, nunca me había gustado. Cosa rara para los argentinos porque, en su lectura futbolística convencional, un peruano viste la banda roja y por tanto debería identificarse con River. Pero yo no solo soy hincha de Lanús, sino que además nunca había sido muy admirador del estilo a mi juicio exageradamente ensalzado de toque fino y juego prolijo que su marketing identitario vende. Ese exceso de pretensión del que escuché hablar mucho a inicios del último semestre y que, para colmo, se atribuía a alguien que nunca me había caído bien: Marcelo Gallardo, un tipo que siempre me inspiró poca emoción y algo de desconfianza por llevar la camiseta '10' por encima, a mi juicio, del mérito ajeno. Para decirlo en peruano: siempre lo vi, respecto de Ortega y su fantasía, como el Pablo Zegarra del 'Chorri' Palacios, y además sabía que en vestuarios era alguien incómodo para los técnicos y afín a la camarilla. En suma, me caía mal.

Pero un domingo por la noche, me detuve a ver a River ante Godoy Cruz. Una ráfaga de 20 minutos fantásticos, extraídos de algún capítulo exageradamente estético de Supercampeones: ni orquesta, ni máquina, ni banda. ¡Era un talismán futbolístico encandilante! De inmediato, abrí una ventana en Whatsapp: invité a mis amigos Sebastián y Sergio para que ya no discutan a qué bar ir y la rotulé "Fútbol Show". Y a disfrutar en adelante de cada exhibición se dijo.

 

 

Desde ese día, hablar de River se ha vuelto un modismo, un lugar común. Hasta que el semestre, con una apuesta dura de por medio como casi renunciar a un campeonato para obtener otro, ha terminado redituándole a la historia riverplatense el premio justo. Con pragmatismo, el suficiente como para ir a La Boca y cerrarse "jugando feo"; o como para que dos defensores centrales terminen con sendos cabezazos anotando los goles que alguna vez fueron de Funes, de Crespo, de Salas. Pero ni eso convenció tanto de Gallardo a un tipo como yo que cree firmemente que en el fútbol no hay una sola manera de jugar -y de ganar- como ese conmovedorammente único momento del final de la final: ese abrazo del alma revisitado entre el 'Muñeco' y 'Tití' Fernández, convertido en ocasional osito Teddy por parte de alguien que, como él, perdió este año en pleno trabajo futbolístico a uno de sus seres más queridos. Porque el fútbol, al fin y al cabo, es de seres humanos.

"El equipo de Napoleón: chiquitito y valiente el Muñeco. ¡Es Napoléon, es Napoleón!", gritaba a la par Costa Febre, el relator oficial de River. El mismo que hace tres años les mentó la madre sin resquemores a todos los que hundieron a su club en la debacle. Hoy, gracias a Gallardo en buena medida, pero sobre todo debido a su capacidad de asumir que se había hundido en un pozo y -lo que no se contradice con lo anterior- a la vez no aceptar eso, River volvió a ser River. Y yo ahora sí entiendo qué significa eso.

Composición fotográfica: Aldo Ramírez / DeChalaca.com
Videos: Youtube / usuarios futbolpasionmundial3 y Emmanuel Borgna


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